Hace más de 16 años que vengo a Roma y, nada más aterrizar, ya me siento en casa. Es una ciudad cuyo caos organiza mi ideas, provoca mis sonrisas y me obliga a perderme y olvidarme de mapas, rumbos y planes. Las capitales del mundo suelen ser atractivas por su capacidad de atrapar al turista con ofertas y actividades pero Roma es única por una belleza que aúna lo mejor y lo peor de una gran ciudad.
El tráfico es quizás el aspecto que más sorprende al foráneo pero que más motivos de asombro y sonrisa ofrece con sus discusiones, sus gestos y su continua transgresión de las normas. Motos en contra dirección, coches en triples "no" filas y el choque de los neumáticos en los adoquines que provoca ese intenso y constante rumor de fondo.
Las via, viale, viccolo, lungo, etc. infinitas formas que nombrar esas calles que se entrelazan, se cortan, forman curvas, plazas cuadradas, rectangulares, redondas, sin forma. Una geometría que es, en sí misma, un inmenso museo.
La gente que se apelotona en los autobuses sin convalidare el billete, que salen cada tanto a por una de sus tantas, y velocísimas, raciones de caffè, sus gestos en esas discusiones ingeniosas donde el ataque es un arte y la aceptación del mismo una habilidad, la sonrisa del buon giorno por la mañana y la buona giornata al despedirse, son características de unas ciudadanas y ciudadanos que se han adaptado con mucha habilidad a este caos.
Y en la propia definición del caos radica la belleza de Roma: ciudad impredecible.
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