sábado, 19 de diciembre de 2015

La Alquería de Jumilla: de la tierra a la mesa



Hay lugares que nos devuelven a nuestras raíces, a la tierra, y la Alquería de Jumilla en Murcia es uno de ellos. Las razones son muchas, como el paisaje, la arquitectura rural, el aislamiento o el famoso vino, la gastronomía, entre muchas otras. Pero lo que realmente te permite es algo impagable hoy en día: recoger lo que la tierra nos da y cocinarlo como antes de que llegara la tecnología.

Amanecemos con esa puesta de sol en tonos morados tan típica de la huerta murciana y Antón, que lleva toda la vida convirtiendo la tierra en manjares, nos trae manojos de acelgas y de oruga – hoy conocida por su nombre italiano, “rúcola” - recién cortados. Nos dará trabajo durante toda la mañana, de ése que ya poco ejercemos y que consiste en preparar el producto que vamos a comer. 

Con la oruga hacemos una tortilla para desayunar, muy aromática, y con el queso fresco de cabra que Carmen ha comprado al productor del pueblo, nos preparamos unas tostas con jamón al fuego del hogar, que caldea la casa desde primera hora de la mañana. Una parrilla improvisada, un buen vino y a disfrutar de ese tiempo que parece se ralentiza en los pueblos.

Se acerca la noche y ponemos en marcha ese horno de leña estilo árabe al que venía medio pueblo años atrás. Tras unas horas, sacamos una empanada de acelgas con huevo y dos panes amasados en casa. Más vino, lumbre de hogar y ganas de comer y conversar ante una noche en la que el tiempo vuelve a multiplicarse.

Al día siguiente nos acercamos al Horno de Santa Ana, el único de la Alquería, y en el que diariamente, desde hace tres generaciones, se cuecen sequillos, roscos de vino y de aguardiente, mantecados y cristóbalas de almendra y coco. Allí, Emi me explica que en Navidad viene gente de toda Murcia a comprar estas delicias. Y, tras probar varios de los roscos de la estantería, nos vamos tratando de memorizar ese olor a manos de abuela que amasa, con tiempo y cariño, esos productos de la tierra que nos devuelven a nuestras raíces.

sábado, 5 de diciembre de 2015

Una mañana con los habitantes de la Ciudad Encantada de Cuenca



En las afueras de Cuenca hay un lugar mágico en el que convive todo un universo animado e inanimado. Un paisaje cinematográfico que ha enamorado a directores de cine, fotógrafos, escritores, miembros de la UNESCO y millones de seres que vienen a pasear por los restos del fondo de un mar de hace 90 millones de años.

De día predominan los humanos, en varias modalidades turísticas: familias castellanas, grupos de madrileños, abuelos del IMSERSO, extranjeros que recorren el patrimonio de la humanidad español y muchos más. Rompen el silencio los niños chinos, que suben y bajan rocas como si estuvieran en un parque temático. Esto me hace pensar en cómo las cosas sencillas son las que más se disfrutan en la infancia. Imaginar que las rocas son seres humanos, animales o personajes.
De noche, la naturaleza inanimada de las rocas se transforma en un bosque con mar, en el que comparten espacio tortugas, focas, barcos, osos, elefantes y cocodrilos, y un can que vigila en la orilla. Todo ello, rodeado de símbolos de la civilización como una plaza mayor, un convento y un puente romano. También habitan personajes de leyenda, como Viriato, un pastor lusitano que encabezó varias revueltas contra la invasión romana y que se escondió en esta ciudad rocosa, y la de los amantes de Teruel.
Durante un par de horas vale la pena pasear sin rumbo y dejar volar la imaginación como esos niños y niñas chinas que revolotean entre rocas y flores, llaman a los pájaros, imaginan que el elefante y el cocodrilo luchan, que los amantes se dan un beso, que la flota de barcos navega por el mar de piedra y que se deslizan por el mágico tobogán de los sueños.