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No es la primera vez que voy a la
plaza Mayor de Madrid, pero sí la primera vez que me he movido por ella
guiada
por su olor. Y todo ha ocurrido al entrar por uno de sus arcos, que no es
el más conocido, el de la calle Botoneras. A las 10 de la mañana pensaba
encontrarme con el famoso
chocolate con churros o porras y me he encontrado con
varios bares que preparaban
bocadillos de calamares. En ese momento he pensado,
“voy a seguir el rastro de los olores que me llevan a la plaza”, pues si bien
ya no ejerce la función de mercado de arrabal que fue en el siglo XVI, las
calles que la rodean mantienen su recuerdo y el
Mercado de San Miguel ha
asumido el liderazgo.
Frente a los calamares, una foto
en blanco y negro. No huele pero activa mi curiosidad por su contenido y me
acerco a mirarla. Ante mí, la Generación del 27, encabezada por Luis Cernuda,
en su última reunión previa a la diáspora de la Guerra Civil, en el restaurante
Los Galayos. En la foto hay sillas vacías y parece que Federico García Lorca,
Rafael Alberti, Miguel Hernández, y los otros te estén esperando para tomar un
vino y comer un “cochifrito”. Ahora sí, huelo el aroma a cocido madrileño que
ya debe llevar varias horas hirviendo en el puchero de barro de las cocinas del
centenario restaurante.
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De repente, una breve entrada de
aire seco de la sierra me recuerda que estoy en Madrid, que en la sombra hace
frío y que huele a montaña. Así que cruzo el arco en busca de un poco de sol y
de un buen desayuno. Entre las interminables obras y los madrugadores grupos
turísticos busco otro olor que llevo en el recuerdo y que forma parte de esta
plaza desde hace siglos: el barquillo y la oblea. Los barquilleros han estado
aquí desde casi la construcción de la plaza, pues se trata de un producto
dulce, fácil de elaborar y muy económico. Hay que tener suerte para ver uno, y
yo no la tengo, pero sí que mi olfato me lleva hasta la Mantequería Bermejo, en
la calle Zaragoza, donde me ofrecen Bartolillos y Mentiras de Madrid,
crujientes y llenos de azúcar.
El número de turistas en
dirección a la plaza comienza a multiplicarse y, por un momento, pienso que en
las calles que llevan hacia ella están los verdaderos restos del mercado que
fue y que su belleza sirvió para institucionalizar y alojar los gremios
profesionales. De ahí que la Casa de la Panadería y la de la Carnicería
gobiernen, frente a frente, la estructura de la plaza.
Así que vuelvo a acercarme a
ella, para ver si consigue cautivarme, pero camino varios minutos bajo sus
soportales y otro olor se me vuelve a llevar hacia un arco estrecho, oscuro y
con bastante pendiente por donde baja la Escalerilla de piedra. Es el Arco de
Cuchilleros y huele a historias de bandoleros y a las tapas que ahora se
cocinan en las cuevas donde se escondían.
Vuelvo la vista atrás y veo de
nuevo el sol que domina la plaza. Ahora sí, la empiezo a cruzar rodeando la
estatua de Felipe III que no aporta nada, más allá del hecho histórico de haber
sido uno de los primeros Austrias, y mis pasos vuelven a desembocar en otro
callejón, que lleva el nombre del mencionado jinete, y cuyo olor me lleva a una
señora que en la esquina vende palo de regaliz.
La plaza Mayor de Madrid no huele a nada, pero la vida que la rodea es un universo de sensaciones.