En las afueras de Cuenca hay un lugar mágico en el que convive todo un universo animado e inanimado. Un paisaje cinematográfico que ha enamorado a directores de cine, fotógrafos, escritores, miembros de la UNESCO y millones de seres que vienen a pasear por los restos del fondo de un mar de hace 90 millones de años.
De día predominan los humanos, en varias modalidades turísticas: familias castellanas, grupos de madrileños, abuelos del IMSERSO, extranjeros que recorren el patrimonio de la humanidad español y muchos más. Rompen el silencio los niños chinos, que suben y bajan rocas como si estuvieran en un parque temático. Esto me hace pensar en cómo las cosas sencillas son las que más se disfrutan en la infancia. Imaginar que las rocas son seres humanos, animales o personajes.
De noche, la naturaleza inanimada de las rocas se transforma en un bosque con mar, en el que comparten espacio tortugas, focas, barcos, osos, elefantes y cocodrilos, y un can que vigila en la orilla. Todo ello, rodeado de símbolos de la civilización como una plaza mayor, un convento y un puente romano. También habitan personajes de leyenda, como Viriato, un pastor lusitano que encabezó varias revueltas contra la invasión romana y que se escondió en esta ciudad rocosa, y la de los amantes de Teruel.
Durante un par de horas vale la pena pasear sin rumbo y dejar volar la imaginación como esos niños y niñas chinas que revolotean entre rocas y flores, llaman a los pájaros, imaginan que el elefante y el cocodrilo luchan, que los amantes se dan un beso, que la flota de barcos navega por el mar de piedra y que se deslizan por el mágico tobogán de los sueños.