Hay viajes que, aunque nunca los hayas incluido en la travel
priority list, han estado escondidos en tus sueños de infancia por alguna razón y sabes que el día que los
hagas serán un regreso al pasado. Y eso es lo que yo he emprendido esta semana,
un viaje a una infancia en la que me rodeé de China, concretamente de Beijing, o Pekín en español, casi sin darme cuenta.
Desde los ocho años hasta los
veinte conviví con unos maravillosos perros pequineses que, a pesar de la fama
que tienen de malhumorados, fueron una de las mejores compañías como niña y
posterior adolescente. La primera en llegar fue Tz’u-hsi, que mi padre bautizó
con el nombre de la última Emperatriz de la dinastía Qing, pues parece ser que esta
emperatriz adoraba a estos canes. Mi perrita Tz’u-hsi fue la primera de una dinastía
canina de pequineses en Castelldefels, de entre los que destacó Tito, que
fue el emperador canino pequinés más guapo que he visto. La dinastía canina
llegó amplió sus dominios a Aragón con la princesa Gaily, nombre escocés que mi
abuela aceptó y que nunca pudo pronunciar.
Mi segunda
conexión con Beijing y China, en general, es el cine, cosa que no es de
extrañar en mí pues en mi vida ha sido una forma de viajar a otros lugares,
vidas, historias, etc. En este caso, dos películas me acompañaron en mi
infancia y también, he de reconocer, de la mano de mi padre: El último
emperador y El imperio del Sol. En el primer caso, me fascinó la ciudad
prohibida y ese joven emperador que desbordaba una sensibilidad que iba más a
allá de esos muros que he visto estos días, y en el segundo, la canción Guo-Sân
que canta Christian Bale de niño a los soldados japoneses y que llevo
tarareando toda mi vida.
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