sábado, 21 de noviembre de 2015

Venecia de 8.00 a 9.00

Me despiertan ruidos de motores y algunas voces que hablan un dialecto cantarín: estoy en Venecia. Me preparo, desayuno, me abrigo y salgo dirección a la Univesità Ca' Foscari (aquella en la que trabaja la mujer del famoso comisario Brunetti de las novelas de Donna Leon).

Salgo del hotel, un palacio típico veneciano que está frente al canal de Gaffarò, y me encuentro con varias escenas de carga y descarga flotantes: la dificultad de pasar las cajas de los barcos a las calles, los topes de los puentes que marcan el nivel de las cajas apiladas, las góndolas que se entremezclan entre ellos dirección al Gran Canal.  Cruzo el puente y oigo a los trabajadores discutir y reir a la vez, tan típico italiano.

Sigo a la gente que, apresurada, va toda en la misma dirección. En Venecia hay un sentido de la movilidad que los turistas no conocemos. Deambulamos mirando un mapa imposible de entender e intentando que nuestros móviles GPS nos localicen con precisión: ¡imposible! Venecia solo la conocen los venecianos.

Una señora de una cierta edad con carrito de la compra tradicional se acerca a un barco: es una frutería. Me pregunto cómo hace la mujer para subir y bajar puentes con el peso de la compra. No es la única. Varios venecianos se acercan a esta tienda sobre el agua, que ofrece, además, producto de temporada como el finocchio, el radicchio rosso, las alcachofas, entre otros. Decido comprar un poco de estos productos y que me cuente cómo los cocinan: el radicchio rosso con arroz o pasta, el finocchio al horno o crudo en ensalada y las alcachofas (que son de Cerdeña) a la plancha con perejil.

Sin carro de la compra, vuelvo mis pasos hacia Ca’ Foscari y, en uno de esos refugios de las aguas conocidos como campo (que hace función de una plaza), me encuentro con un improvisado mercado de pescado fresco con tres puestos. La laguna de Venecia es una gran proveedora de pescado y de aquí que los platos típicos de la ciudad incluyan sardinas, anchoas, calamares, y todo simpre bien combinado con la pasta. ¡Que no es lo mismo mezclar las anchoas con unos bigoli que con farfalle!

Miro el mapa y, aunque veo el Campo Santa Margherita, no encuentro la calle que debo seguir. Me vuelvo a dejar llevar por la dirección en la que va la gente y sigo a los más jóvenes (seguro que van a la universidad). Otro puente. Las tiendas están entreabiertas y sus dependientes en los cafés de los alrededores, comentando la mañana o las notícias.

Último puente, vuelvo a oír el ruido de las barcas que se cruzan con las góndolas y ahora sus voces se mezclan con las de los estudiantes. La entrada de Ca’ Foscari parece escondida entre el puente y el callejón en la que está. No hay plaza, ni campo. Aquí dentro empieza otro viaje, el de las 9.00, en el que el conocimiento se convierte en protagonista

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